la enamorada muerte

Gallinas, lobos y corderos

Atacaron de noche, de la ciudadela venían y eran muchos. Ya en aquel entonces era una fortaleza imponente, y pronto contaría con el más triste y célebre de los ejércitos.

No fue difícil para ellos vulnerar la aldea, matar a quienes se oponían, y luego robarse lo más preciado. Yo fui de los afortunados… yo no tenía hijos. A mí no pudieron quitarme nada. Pero las madres ¡Oh! ¡Las madres! Aún recuerdo los gritos, los alaridos y el llanto quejumbroso que sobrevino después, que se alargó durante semanas, meses, años. Arrancarle a una madre un hijo es arrancarle la vida, la carne y la sangre de los huesos.

Volvieron apenas cinco años después. Pero se marcharon defraudados… no había niños que robar entonces; ni otros cinco puntuales años después de esos. En la aldea ya nadie se atrevía a tener hijos. Luego las vandálicas incursiones cesaron tan abruptamente como habían comenzado. De lejos observábamos a la ciudadela crecer y engordar, nutrirse de nuestros árboles y nuestros pastos y alimentar esos muros de roca infranqueable. Hasta donde alcanzaba la vista, nada  atravesaba esa barrera, salvo escasos rumores que no hay quien detenga. Mitos e historias relacionados con el rey maldito, que ya contaba sesenta años y celebraba la incubación real de su ejército imperial dorado.

Su ejército estaba concluido. La ciudadela atacaría pronto, quizá al terminar el invierno, la ciudad de Ofar. A nosotros, grises ancianos, atrapados en medio de ese absurdo duelo de poder entre aquellas dos potencias, no podía importarnos menos el desenlace de aquel conflicto. Pero el destino teje su telaraña absurda…

La ciudadela necesitaba probar aquel ejército invencible, quizá poner su jactancioso nombre a prueba, no lo sabía entonces, pero luego bien pronto lo comprendí. Su plan consistía en enviar al “bautismo de fuego” a las nuevas crías de su legión de honor, contra nosotros, antes de lanzar su ejército pleno contra la bien amurallada Ofar, ciudad de navegantes rica en oro. Y hacia nosotros apuntaron sus dardos y sus lanzas. Hacia nosotros, que estábamos viejos y ansiosos de morir incluso. Las pesadas puertas chirriaron estruendosamente cuando se abrieron y soltaron lo que parecía ser una manada de ataque. Se precipitaron contra nuestras chozas.

¡Si los hubierais visto aquél día! Salieron presurosos a recibir al ejército del rey loco. Diez minutos les tomó a estos entrenados guerreros comprender que atravesaban y empalaban a sus propios padres… Los viejos en cambio no dudaron un segundo, no se equivocaron tampoco y reconocieron siempre y de inmediato a cada una de sus crías. Cada gallina abrazó a su polluelo; cada lobo a su cordero…

Yo no tuve suerte y todavía viví un año… la muerte no quería llevarme… Creo que aquella vez solo morí de viejo.

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